(Los nombres de niños, padres y personal sanitario son inventados)
Nada más entrar en oncología y después de bailar una salsa con la enfermera Pilar delante de la ventana de Manuel que está aislado y le encanta el baile, Pilar nos pide que, por favor, visitemos a Jaime.
- Toc, toc, ¿podemos pasar?
El padre de Jaime le mira y le dice: - ¡han venido las payasas!
- Hola me llamo Payasa tú-tú y ¿tú?
- Yo Juan y él es Jaime.
- Hola me llamo Payasa tú-tú y ¿tú?, dice Payasa alargando la mano a Volvoreta.
- ¡Yo no!, contesta Volvoreta, mientras le alarga la mano a la madre de Jaime que acaba de entrar. Yo me llamo Volvoreta, y ¿tú?
La madre se ríe. (Es una risa contenida y delgada, como su cuerpo).
- Hola JeJeJé, le dice Payasa tú-tú a la madre.
La madre de Jaime sigue riendo y, rápidamente, se sienta inclinándose hacia Jaime, que está acurrucado en el regazo de Juan; y los tres forman un todo. Es precioso verlos aunando fuerzas hasta ser una sola.
(Jaime tiene 5 años concentrados en un cuerpecito que no aparenta más de 2. Su piel es distinta, de aspecto quemado, le cubre entero como un manto; puede ser que por eso no quiera salir del hospital, según nos ha dicho la enfermera, y está ciego).
- ¡Hala!, se oye a Volvoreta, todos tienen una J en su nombre.
- Nosotras no tenemos J, le contesta Payasa tú-tú contrariada.
- ¡Tendrás que bailarla tú-tú!, dice Volvoreta mientras reparte instrumentos musicales, que empiezan a salir mágicamente de su hiperdiminuto bolsito, a Jaime, Juan y JeJeJé.
Suena la música y Payasa tú-tú baila y canta una Jota al más puro estilo “salsero”.
El chupete de Jaime se balancea, sigue hecho un ovillo, y su papá se encarga de mover los cascabeles que hay en su manita.
Volvoreta y Payasa tú-tú se miran y esa sola mirada basta para comprender que no están llegando a ese sitio donde Jaime, su dolor resignado y su abatimiento están escondidos.
- Uhm, creo que esta canción no es la preferida de Jaime, dice Volvoreta dirigiendo su mirada a JeJeJé, la mamá le sugiere una.
- ¡Esa me la sé!, exclama Volvoreta orgullosa, y empieza a cantarla y a bailarla.
Siguen sonando los instrumentos… El papá a dos manos, la suya y la de Jaime, y la mamá siguiéndole el compás.
Seguimos sin poder entrar en el mundo de Jaime.
- ¡Payasa tú-tú, ahora te toca a ti!, dice Volvoreta mientras le guiña un ojo a la madre de Jaime, que inmediatamente se hace su cómplice. El papá de Jaime mira a su mujer y sonríe. ¡A ver si te la sabes!
- ¡Sí, me la sé! ¡Vale! ¡Estoy lista!
Volvoreta empieza a cantar…
- Volvoreta, ¿puedo ser un espagueti?, interrumpe Payasa tú-tú.
- Sí, claro. Dice Volvoreta mirando antes a su cómplice.
- ¡Mis brazos son dos espagueeeetis! Sss sss sss… Uhhhhhhhhhhh... Y los espaguetis empiezan a imitar el ruido del viento, porque son voladores.
- Volvoreta, ¿puedo rebozarlos con huevo?
- Sí, claro.
- Estoy llena de huevooooo, uhm, ¡oh, me cae por todo el cuerpo! ¡Qué amarillo!, ¡uhm, qué rico! Volvoreta, ¿puedo rebozarlos con harina?
- Sí, claro.
Por primera vez Jaime ha levantado la cabeza, Volvoreta y Payasa tú-tú se miran y no pueden evitar que una sonrisa se les escape de los ojos.
- Fuuuush, Fuuuush, me estoy llenando de harina blaaaancaaa. Fuuuush, Fuuuush se está pegando al hueeeevo.
- Payasa tú-tú ahora tienes que echar aceite, dice Volvoreta.
- ¡Aceite, sí! ¡Glu, glu, glu! ¡Me estoy llenando de aceeeite! ¡Me resbala por el cuerpo! ¡Uhm, que rico, huevo, harina, aceite! ¿Puedes limpiarme los ojos que no veo?, le pide Payasa tú-tú a la mamá de Jaime, que, rápidamente, se los limpia con un gran pañuelo azul que aparece en su mano como por arte de magia.
Se oye una risa pequeñita, ¡ji, ji!... ¡es la de Jaime!
- Y ahora JeJeJé se va a comer los espaguetis, que le encaaantan. Payasa tú-tú se acerca a la barriga de la mamá.
- Estoy dando vueeeeeltas, yuuuu, yuuuu. ¡Veo una piscina al fooondo! ¡Voy por un túnel
Para entonces Jaime ya está erguido, el chupete ha dejado de balancearse y sus oídos miran atentamente todo lo que pasa.
- ¡Prrrr, prrrr!, se oye una pedorreta.
Jaime se ríe a carcajadas, y el papá y la mamá.
- ¡Estoy en la piscina, uhm que fresquita!
- ¡Creo que Juan va a tirar de la cadena! Dice Volvoreta. Y el papá de Jaime estira el brazo, lo baja y se oye caer el agua.
- ¡Ah, que ducha más rica, que agua tan fresquita, que limpita estoy! ¡Gracias, Juan! ¡Ah!
Jaime se estira y abre los brazos, es como si él también se sintiera limpio y muy, muy aliviado. Levanta la barbilla hacia su padre y sin decirlo, le dice: ¡gracias!
La mamá de Jaime se ríe tanto que tiene secarse las lágrimas, o a lo mejor es que le ha salpicado el agua de la ducha, también ha debido salpicarle a la enfermera que mira tras la ventana, porque se seca los ojos con una de las manos que hasta ese momento había utilizado de cámara alrededor de su cara.
- Ahora me toca a mí, dice Volvoreta.
- ¡A Jaime le encanta el chocolate blanco! Dice la mamá.
Mientras Volvoreta se reboza en chocolate blanco, da vueltas en la barriga de JeJeJé y con una pedorreta (que hace a coro con ella) se lanza a la piscina; Jaime y su chupete ya no pueden dejar de reír; y cuando suena la cisterna de papá, esta vez más fuerte… Jaime, que ya ha ocupado por completo los 5 años de su cuerpo, su mamá y su papá son una única y enorme risa.
Volvoreta y Payasa tú-tú salen de la habitación atravesando con su ruidosa moto la puerta, porque, según JeJeJé, el mando a distancia de la puerta del garaje funciona cuando “le da la gana”.
Ya en el pasillo las payasas se miran, se abrazan, respiran hondo y se van de la mano a otra habitación.
El juego del clown es la pretensión.
Éste, como un mal estudiante, no sabiéndose la lección, trata de aprobar el examen de historia contando la película de romanos que vio en la televisión la noche antes. Pretende –finge y hasta llega a creérselo él mismo– que es o sabe algo que en realidad ni es ni sabe. Aunque tal vez lo consiga por casualidad y en el último momento.
Éste, como un mal estudiante, no sabiéndose la lección, trata de aprobar el examen de historia contando la película de romanos que vio en la televisión la noche antes. Pretende –finge y hasta llega a creérselo él mismo– que es o sabe algo que en realidad ni es ni sabe. Aunque tal vez lo consiga por casualidad y en el último momento.
La pretensión fundamental de cada persona es su identidad, carácter o personalidad. Aquello con que respondemos cuando nos preguntan: “y tú, ¿quién eres?” Aquello que creemos amenazado cuando sentimos que no nos toman en serio, nos ningunean o ridiculizan.
Esa identidad está formada por todos los hábitos, creencias y emociones que hemos desarrollado a partir de los condicionamientos familiares, sociales y culturales. Una especie de máscara. No por nada, personalidad viene del latin “per-sonare”, nombre que recibían las máscaras utilizadas en la tragedia griega y latina, por servir de conducto y ampificador de la voz. ¿No es cómico contemplar la infinita variedad de máscaras rocambolescas, disparatadas y realmente creativas a través de las que gritamos nuestro ego? Una especie de Jardín de las Delicias de egos contrahechos vendiendo su mercancía rancia a voz en grito.
Esa máscara es nuestra pretensión básica. ¡Pretendemos tantas cosas! Pretendemos que somos fuertes, guapos, inteligentes, exitosos y divertidos. Y a la vez, tratamos de ocultar nuestra vulnerabilidad, falibilidad, desajuste, locura, estupidez, rabia, anhelo, tristeza, estatura, patas de gallo o vaya usted a saber qué. Pretendemos que somos víctimas o culpables, o las dos cosas a la vez. Pretendemos que sufrimos y que el mundo está ahí para hacernos sufrir. O bien, que nos necesita para ser salvado, entendido, utilizado, conquistado, coleccionado, analizado, vendido, comprado o explicado. En fin, cada uno tiene su fantasía fundamental, su sueño, sus fantasmas, su propia pretensión acerca del mundo y de sí mismo. ¿Cuál es la tuya?
Pero, debajo de esa máscara, vive el ser real. El ser que es cuerpo y emoción, además de una mente que pretende. Que es experiencia y placer sin objeto. Y no termina en los limites de nuestra piel, sino que se extiende a través de todas las pieles de todos los seres hasta la totalidad de la existencia. Debajo de esa máscara, nos habitan todos los impulsos dormidos, reprimidos, ocultos u olvidados de ese verdadero ser que abandonamos, poco más o menos, hacia los cinco años, y que, desde entonces, quedó sepultado en las sombras de la máscara.
El clown nos permite recuperar el impulso genuino y espontáneo del niño perdido, que ya no es niño pero sigue perdido. Aceptar, compartir y jugar con otros nuestras ridículas pretensiones. Y, de ese modo, redescubrir y liberar nuestro verdadero ser.
El proceso se cumple en tres fases: tomar conciencia (darse cuenta), tomar distancia (aceptar) y jugar (abrir, mostrar y compartir).
La toma de conciencia puede tardar mucho o nada, y sucede siempre de un modo sorpresivo, cuando menos uno se lo espera. Pero ¿cómo podía ser de otro modo? Sucede siempre en ese momento de rendición en que dejamos de luchar o estamos desprevenidos. Y por un instante, nos liberamos de la voluntad y el esfuerzo por llegar. Y nos entregamos al placer del momento, al juego per se. El esfuerzo y la voluntad sólo sirven para hacer más y más evidente su inutilidad, y caer más facilmente en la cuenta, ¡que no es poco!
La aceptación no siempre es fácil, pues tenemos que descorchar las emociones que bloquean la verdad interior en forma de múltiples capas de cebolla. Un verdadero embrollo de emociones enmascaradas en una especie de carnaval enloquecido. Puede llegar como una brusca catarsis o una idea feliz. Seguida, casi siempre, por una sensación de ligereza y alegría, especie de reconciliación. Se sonríe tontamente y se respira un aire nuevo y fresco. Embriagados, por esa tontería esencial que es la forma más pura de felicidad, como todo idiota sabe sin necesidad de saberlo.
Entonces ocurre el milagro. Una vez que nos rendimos, sin más empezamos a tomar distancia. Y esto nos permite, por fin, tomarnos a la ligera, al comprender que no somos nuestra máscara, aunque ésta forme parte de nosotros. Que, esa máscara, no es más que otro juego, el más divertido, el más absorbente, el más apasionante y el más ridículo. Tomar distancia consiste en desidentificarnos de nuestro propio ego.
El juego, el placer y la risa surgen entonces de modo natural, al darnos cuenta de que somos mucho más que esa máscara. Y que no tenemos por qué defendernos. Pues, si la máscara es atacada, incluso destruida, no es uno mismo el atacado o destruido.
La máscara está formada por casi todo aquello que consideramos serio e importante. La identificación con la máscara va
acompañada de una gran densidad emocional. Todas esas emociones son elsubproducto de nuestra mentira fundamental, el efecto de un error de perspectiva. Atrapados en nuestra pesadilla personal, sentimos un festival desquiciado de ansiedad, frustración, miedo e impotencia, en tanto que nos identificamos con la máscara, en tanto que confundimos las verdaderas causas, medios y fines de nuestra existencia con nuestras pretensiones.
Es entonces cuando percibimos por fin nuestro ego como lo que realmente es: una ridícula careta de feria. ¡Y ya estamos listos para la fiesta! En seguida, invitamos a otros al convite, encantados de que vengan a reír con nosotros. ¿De qué? ¡De nosotros mismos! En esa gran mascarada de puertas abiertas.
Mostramos la máscara por un lado, ¡hop!, y por el otro, ¡voilá! La hacemos sonar, la movemos, la dejamos quieta para que se vea aún mejor. Abrimos, mostramos, desvelamos nuestros impulsos, manías, mitos, sueños, deseos, anhelos, locuras, fantasías y secretos inconfesables. Mostrándonos tal cual somos. En una especie de estriptis de nuestro ego. Así, tal como somos, diferentes, extraños, locos, estúpidos, vulnerables, tiernos, desajustados, incorrectos, imperfectos, absurdos... ¡Únicos, geniales y maravillosos! Pues, en definitiva, el clown no es más que uno mismo jugando con su ego. Una nariz roja, un ego, ¡qué más da!No obstante, es importante aclarar que el clown no pretende enfrentarse a una parte supuestamente negativa de cada uno -llámesela falso ego, pequeño yo, identidad, carácter o sursuncorda-. Ni pretende eliminar máscaras ni vencer molinos de viento. Podríamos decir, más bien, que pretende transcenderla, si alguien no empieza a levitar sin previo aviso. En fin, nos quejamos de las escaleras, pero, ¿podríamos llegar arriba sin ellas?
El clown no es revolucionario. No es político. No es fundamentalista. No es fanático. No pretende la iluminación. Ni la revolución. Ni la liberación. Ni cantar himnos. Ni hacer posibles otros mundos. Ni acabar con el capitalismo. Ni los impuestos. Ni las iglesias. Ni las derechas. Ni las izquierdas. Porque es mucho más sabio que todo eso. El clown es sólo humano, demasiado humano. Come cuando tiene hambre y bebe cuando tiene sed. Y cuando le pinchan sangra. Pero, entre tanto, nunca se olvida de que la vida siempre ríe la última, así que ¿por qué no acompañarla?
El clown no entra en conflicto directo con el ego. Como tampoco lo hace el payaso augusto con el carablanca ni con el público. Porque sabe que no se trata de una lucha. Sino de una rendición a una causa mayor: el juego. No se trata de ganar, sino de jugar. Esto supone, verdaderamente, un salto a otra dimensión de nuestro ser, que engloba al ego como una realidad de segundo orden, así como el titiritero al títere.
En verdad, cuando tomamos distancia en relación al ego, cuando nos desidentificamos, éste no desaparece. ¡Pero ocurre algo mucho más divertido! En ese momento, el ego está listo para convertirse en un enorme e inagotable campo de juegos.
¡Tachán! El ego, con todas sus lentejuelas y capirotes, se transforma en el gran carablanca -el payaso listo, la autoridad- de uno mismo. Y nuestro verdadero ser, como un vivaracho augusto -el payaso tonto, el travieso- se dispone a jugar con él, saltando de un lado a otro, llorando, riendo y burlando al ego-carablanca. Hasta poner en evidencia su ridícula seriedad, sobre esa gran pista de circo, teatro, fiesta de carnaval o tómbola que es el mundo.
El clown es el juego con la vida. El juego con el ego. El juego con la máscara. Hacerla evidente, mostrarla desde mil y un ángulos distintos. Saltando de un lado al otro. Entre el ego y el no-ego. Entre la máscara y la desnudez. La verdad y la locura. La estupidez y la genialidad. Todas las emociones son transitables. Duele pero te ríes. Te identificas y desidentificas. Eres autoimportante y a la vez completamente humilde. Y todos ríen. Tú ríes, los otros ríen, la vida ríe. Pero ya no se ríen de nosotros, si no con nosotros, porque reímos con ellos. La aceptación es perdón, y es amor. Lo demás es pura fiesta.
El placer es nuestro estado natural y el sentimiento básico de la vida. Es fácil, es gratis y es inagotable.
En efecto, en cuanto empezamos a jugar, en cuanto el ego se aligera como un globo de helio y nuestra pesada autoimportancia levanta los pies del suelo. En el mismo instante en que el tipo serio y empingorotado resbala con la cáscara de plátano, el placer surge de modo natural. ¡La risa! La risa es el sonido del alma en movimiento. El rumor de los arroyos que se deshielan en primavera. El zumbido de las abejas entre las flores. Porque placer y juego, como ego y sufrimiento, van siempre de la mano. Allí donde haya placer, habrá juego. Y donde haya juego, ¡habrá placer!
La vida siempre nos está invitando a bailar, a cantar, a saltar, correr, gritar, reír y jugar. ¿Sientes el impulso en la boca del estómago? ¡Déjate llevar por él! Sólo hace falta un poco de valor. Y cae, cae, cae. Los niños lo saben, lánzate, y vendrá la risa.
La complicidad es inseparable del placer y del juego.
La primera ilusión de todo ego enmascarado es que existimos como seres separados. Si no, ¿para qué la máscara? Es porque creemos que afuera hay otro que nos mira, por lo que tratamos de engañarlo con la falsa apariencia de una máscara. Tomar distancia en relación a la máscara supone, antes que nada, salir de la falsa perspectiva de ser individuos separados. Para entrar, así, en la dimensión real de lo que somos: lainterexistencia. Entrar en ese espacio común, espacioso y abierto, supone un enorme placer. Pues en ese espacio compartido cualquier acción es juego. Así, la interexistenciaes puro placer y puro juego. Y si ésto no es amor, ¡se le parece mucho!
Una vez que nos rendimos y mostramos la vulnerabilidad que se esconde tras la pretensión del ego, se abren todas las compuertas, se rasgan todos los velos. Por fin, los demás pueden vernos. Pueden ver nuestro verdadero ser que juega. Pueden ver nuestro guiño cómplice a través de la máscara. Pueden compartir nuestro placer y nuestro juego. Entonces, automáticamente, nos quieren. ¡Este es el gran milagro! El milagro que todo lo cura, como un gran viento sanador, como una carcajada interminable que se lleva todo el sufrimiento a su paso. Entonces, la rendición se transforma en amor. Y lo que damos, se nos devuelve con creces. Sólo para volverlo a dar, en un juego sin fin.
Así como el Loco del Tarot camina por la corsina de un abismo, el clown camina entre los opuestos imposibles. Realidad y sueño. Locura y genialidad. Estupidez y cordura. Sufrimiento y placer. El clown es paradójico. La vida es paradójica. La risa es paradójica. Es el desequilibrio lo que crea el movimiento y el movimiento lo que crea el equilibrio. Máscara y desnudez. Ego y risa.
En la entrada de un clown, en los gorgoritos de un niño, en los trinos de un pájaro, en el murmullo de un arrollo y el gemido de un orgasmo, la vida se ríe por el puro placer de expresar que está viva, viviéndose, vivamente.
Mi pretensión es explicar qué es el clown y para qué nos sirve.
Pero también es mi juego, y me llena de placer el compartirlo.
Muchas gracias.
Pero, debajo de esa máscara, vive el ser real. El ser que es cuerpo y emoción, además de una mente que pretende. Que es experiencia y placer sin objeto. Y no termina en los limites de nuestra piel, sino que se extiende a través de todas las pieles de todos los seres hasta la totalidad de la existencia. Debajo de esa máscara, nos habitan todos los impulsos dormidos, reprimidos, ocultos u olvidados de ese verdadero ser que abandonamos, poco más o menos, hacia los cinco años, y que, desde entonces, quedó sepultado en las sombras de la máscara.
El clown nos permite recuperar el impulso genuino y espontáneo del niño perdido, que ya no es niño pero sigue perdido. Aceptar, compartir y jugar con otros nuestras ridículas pretensiones. Y, de ese modo, redescubrir y liberar nuestro verdadero ser.
El proceso se cumple en tres fases: tomar conciencia (darse cuenta), tomar distancia (aceptar) y jugar (abrir, mostrar y compartir).
La toma de conciencia puede tardar mucho o nada, y sucede siempre de un modo sorpresivo, cuando menos uno se lo espera. Pero ¿cómo podía ser de otro modo? Sucede siempre en ese momento de rendición en que dejamos de luchar o estamos desprevenidos. Y por un instante, nos liberamos de la voluntad y el esfuerzo por llegar. Y nos entregamos al placer del momento, al juego per se. El esfuerzo y la voluntad sólo sirven para hacer más y más evidente su inutilidad, y caer más facilmente en la cuenta, ¡que no es poco!
La aceptación no siempre es fácil, pues tenemos que descorchar las emociones que bloquean la verdad interior en forma de múltiples capas de cebolla. Un verdadero embrollo de emociones enmascaradas en una especie de carnaval enloquecido. Puede llegar como una brusca catarsis o una idea feliz. Seguida, casi siempre, por una sensación de ligereza y alegría, especie de reconciliación. Se sonríe tontamente y se respira un aire nuevo y fresco. Embriagados, por esa tontería esencial que es la forma más pura de felicidad, como todo idiota sabe sin necesidad de saberlo.
Entonces ocurre el milagro. Una vez que nos rendimos, sin más empezamos a tomar distancia. Y esto nos permite, por fin, tomarnos a la ligera, al comprender que no somos nuestra máscara, aunque ésta forme parte de nosotros. Que, esa máscara, no es más que otro juego, el más divertido, el más absorbente, el más apasionante y el más ridículo. Tomar distancia consiste en desidentificarnos de nuestro propio ego.
El juego, el placer y la risa surgen entonces de modo natural, al darnos cuenta de que somos mucho más que esa máscara. Y que no tenemos por qué defendernos. Pues, si la máscara es atacada, incluso destruida, no es uno mismo el atacado o destruido.
La máscara está formada por casi todo aquello que consideramos serio e importante. La identificación con la máscara va
acompañada de una gran densidad emocional. Todas esas emociones son elsubproducto de nuestra mentira fundamental, el efecto de un error de perspectiva. Atrapados en nuestra pesadilla personal, sentimos un festival desquiciado de ansiedad, frustración, miedo e impotencia, en tanto que nos identificamos con la máscara, en tanto que confundimos las verdaderas causas, medios y fines de nuestra existencia con nuestras pretensiones.
Es entonces cuando percibimos por fin nuestro ego como lo que realmente es: una ridícula careta de feria. ¡Y ya estamos listos para la fiesta! En seguida, invitamos a otros al convite, encantados de que vengan a reír con nosotros. ¿De qué? ¡De nosotros mismos! En esa gran mascarada de puertas abiertas.
Mostramos la máscara por un lado, ¡hop!, y por el otro, ¡voilá! La hacemos sonar, la movemos, la dejamos quieta para que se vea aún mejor. Abrimos, mostramos, desvelamos nuestros impulsos, manías, mitos, sueños, deseos, anhelos, locuras, fantasías y secretos inconfesables. Mostrándonos tal cual somos. En una especie de estriptis de nuestro ego. Así, tal como somos, diferentes, extraños, locos, estúpidos, vulnerables, tiernos, desajustados, incorrectos, imperfectos, absurdos... ¡Únicos, geniales y maravillosos! Pues, en definitiva, el clown no es más que uno mismo jugando con su ego. Una nariz roja, un ego, ¡qué más da!No obstante, es importante aclarar que el clown no pretende enfrentarse a una parte supuestamente negativa de cada uno -llámesela falso ego, pequeño yo, identidad, carácter o sursuncorda-. Ni pretende eliminar máscaras ni vencer molinos de viento. Podríamos decir, más bien, que pretende transcenderla, si alguien no empieza a levitar sin previo aviso. En fin, nos quejamos de las escaleras, pero, ¿podríamos llegar arriba sin ellas?
El clown no es revolucionario. No es político. No es fundamentalista. No es fanático. No pretende la iluminación. Ni la revolución. Ni la liberación. Ni cantar himnos. Ni hacer posibles otros mundos. Ni acabar con el capitalismo. Ni los impuestos. Ni las iglesias. Ni las derechas. Ni las izquierdas. Porque es mucho más sabio que todo eso. El clown es sólo humano, demasiado humano. Come cuando tiene hambre y bebe cuando tiene sed. Y cuando le pinchan sangra. Pero, entre tanto, nunca se olvida de que la vida siempre ríe la última, así que ¿por qué no acompañarla?
El clown no entra en conflicto directo con el ego. Como tampoco lo hace el payaso augusto con el carablanca ni con el público. Porque sabe que no se trata de una lucha. Sino de una rendición a una causa mayor: el juego. No se trata de ganar, sino de jugar. Esto supone, verdaderamente, un salto a otra dimensión de nuestro ser, que engloba al ego como una realidad de segundo orden, así como el titiritero al títere.
En verdad, cuando tomamos distancia en relación al ego, cuando nos desidentificamos, éste no desaparece. ¡Pero ocurre algo mucho más divertido! En ese momento, el ego está listo para convertirse en un enorme e inagotable campo de juegos.
¡Tachán! El ego, con todas sus lentejuelas y capirotes, se transforma en el gran carablanca -el payaso listo, la autoridad- de uno mismo. Y nuestro verdadero ser, como un vivaracho augusto -el payaso tonto, el travieso- se dispone a jugar con él, saltando de un lado a otro, llorando, riendo y burlando al ego-carablanca. Hasta poner en evidencia su ridícula seriedad, sobre esa gran pista de circo, teatro, fiesta de carnaval o tómbola que es el mundo.
El clown es el juego con la vida. El juego con el ego. El juego con la máscara. Hacerla evidente, mostrarla desde mil y un ángulos distintos. Saltando de un lado al otro. Entre el ego y el no-ego. Entre la máscara y la desnudez. La verdad y la locura. La estupidez y la genialidad. Todas las emociones son transitables. Duele pero te ríes. Te identificas y desidentificas. Eres autoimportante y a la vez completamente humilde. Y todos ríen. Tú ríes, los otros ríen, la vida ríe. Pero ya no se ríen de nosotros, si no con nosotros, porque reímos con ellos. La aceptación es perdón, y es amor. Lo demás es pura fiesta.
El placer es nuestro estado natural y el sentimiento básico de la vida. Es fácil, es gratis y es inagotable.
En efecto, en cuanto empezamos a jugar, en cuanto el ego se aligera como un globo de helio y nuestra pesada autoimportancia levanta los pies del suelo. En el mismo instante en que el tipo serio y empingorotado resbala con la cáscara de plátano, el placer surge de modo natural. ¡La risa! La risa es el sonido del alma en movimiento. El rumor de los arroyos que se deshielan en primavera. El zumbido de las abejas entre las flores. Porque placer y juego, como ego y sufrimiento, van siempre de la mano. Allí donde haya placer, habrá juego. Y donde haya juego, ¡habrá placer!
La vida siempre nos está invitando a bailar, a cantar, a saltar, correr, gritar, reír y jugar. ¿Sientes el impulso en la boca del estómago? ¡Déjate llevar por él! Sólo hace falta un poco de valor. Y cae, cae, cae. Los niños lo saben, lánzate, y vendrá la risa.
La complicidad es inseparable del placer y del juego.
La primera ilusión de todo ego enmascarado es que existimos como seres separados. Si no, ¿para qué la máscara? Es porque creemos que afuera hay otro que nos mira, por lo que tratamos de engañarlo con la falsa apariencia de una máscara. Tomar distancia en relación a la máscara supone, antes que nada, salir de la falsa perspectiva de ser individuos separados. Para entrar, así, en la dimensión real de lo que somos: lainterexistencia. Entrar en ese espacio común, espacioso y abierto, supone un enorme placer. Pues en ese espacio compartido cualquier acción es juego. Así, la interexistenciaes puro placer y puro juego. Y si ésto no es amor, ¡se le parece mucho!
Una vez que nos rendimos y mostramos la vulnerabilidad que se esconde tras la pretensión del ego, se abren todas las compuertas, se rasgan todos los velos. Por fin, los demás pueden vernos. Pueden ver nuestro verdadero ser que juega. Pueden ver nuestro guiño cómplice a través de la máscara. Pueden compartir nuestro placer y nuestro juego. Entonces, automáticamente, nos quieren. ¡Este es el gran milagro! El milagro que todo lo cura, como un gran viento sanador, como una carcajada interminable que se lleva todo el sufrimiento a su paso. Entonces, la rendición se transforma en amor. Y lo que damos, se nos devuelve con creces. Sólo para volverlo a dar, en un juego sin fin.
Así como el Loco del Tarot camina por la corsina de un abismo, el clown camina entre los opuestos imposibles. Realidad y sueño. Locura y genialidad. Estupidez y cordura. Sufrimiento y placer. El clown es paradójico. La vida es paradójica. La risa es paradójica. Es el desequilibrio lo que crea el movimiento y el movimiento lo que crea el equilibrio. Máscara y desnudez. Ego y risa.
En la entrada de un clown, en los gorgoritos de un niño, en los trinos de un pájaro, en el murmullo de un arrollo y el gemido de un orgasmo, la vida se ríe por el puro placer de expresar que está viva, viviéndose, vivamente.
Mi pretensión es explicar qué es el clown y para qué nos sirve.
Pero también es mi juego, y me llena de placer el compartirlo.
Muchas gracias.